martes, 24 de abril de 2012

Una libra de carne de tu propio cuerpo

Cuando uno nace recibe como una especie de bolsa llena de bolitas.
Son concesiones, errores, roturas que uno tiene para gastar durante toda la vida.
Pedacitos desprendibles, que uno puede perder sin morir.

Cada vez que lastimás, engañas, mirás a los ojos y mentís. Cada vez que elegís hacer lo que no es correcto, que transigis tus propios límites, tus propios valores, que no cumplís una promesa: perdés una bolita.
Te quedan más. Pero ya no es lo mismo y no se pueden recuperar.
Cediste una parte tuya.

Obviamente, cuántas más te queden en la bolsa, mejor. Más entero estás.
Podés pasarte toda la vida cuidando tus bolitas. Pero por alguna razón, no me parece gran mérito morir con la bolsa llena.
Para algo están, para algo las traemos. Algo debemos ganar a cambio de perderlas. A cambio de ir rompiéndonos.
Como un tributo de tu propia carne que elegimos sacrificar a cambio de experiencia, de una revelación vedada.

No es un orgullo perderlas. Pero tampoco parece sabio jamás usarlas.

Algo así como las faltas en el colegio secundario.
Y yo siempre llegué a diciembre a punto de quedarme libre.